EL
DOLOR DE UNA MADRE.
(Va
más allá de cualquier cosa visible e invisible)
(Marta
Caparrós T)
La casona de su madre iba
apareciendo ante sus ojos. No estaba más maltratada por los años de lo poco que
él recordaba.
Cuando hacía dos días que le
habían contactado para notificarle la muerte de su madre y que tenía que
trasladarse al pueblo porque había un testamento y una carta lacrada de puño y
letra de su madre para entregársela a él en mano, se lo pensó. Mucho. Su madre
le había abandonado cuando era niño. Se lo había entregado a otra familia, así
de sencillo. Y allí, en el terreno que rodeaba la casona, la habían visto
hollar la tierra. Muchos creían que guardaba un tesoro, pues no dejaba entrar a
nadie en su casa.
Con las llaves en la mano,
que le había dado el notario, dudó un momento antes de abrir la puerta. Cuando
la abrió, estaba a oscuras. Su esposa fue descorriendo cortinas, abriendo
puertas y ventanas, sacando sábanas de encimas de sillones y muebles. Ahí estaba
la casa. No había cambiado nada. Estaba todo igual que a como él lo recordaba.
Se veía que se habían hecho arreglos de mantenimiento, pero todo seguía igual.
Como si el reloj se hubiera parado el día que su madre lo abandonó.
El notario, abriendo el
testamento, le hizo constar que él era el heredero único de todas las
posesiones de su madre. La casa y una cuenta bancaria con una suculenta
cantidad de euros que ella había ahorrado para su hijo. ¿Qué? ¿Cómo? Aquello no
tenía ningún sentido. Si esa había sido su última voluntad, ¿por qué
abandonarlo? Ahora era cuando el pobre Pedro ya no entendía nada.
Miró al notario, como
preguntando si sabía algo. Este negó con la cabeza y le entregó un sobre
lacrado. En la cara anterior, con una bonita letra, estaba escrito «Para
Pedro».
Pedro salió de la casa, tomó
un cigarro del paquete que llevaba en el bolsillo de su camisa, y empezó a
leer:
«No sé cómo se supone que
debo empezar a escribir esta carta, si con un Hola hijo, o Apreciado Pedro,
Hola mi Amor. Sé que para ti, ninguna de ellas va a ser válida. Así que sólo
voy a pedirte que sigas leyendo, y si cuando llegues al final decides
perdonarme o como mínimo darme una oportunidad, todo lo daré por bueno.
Te pido, por favor, que
subas a mi habitación y abras el tercer cajón de la cómoda. Allí encontrarás el
porqué de todo. De que vivieras con una familia sustituta, que yo misma elegí,
y de que yo hiciera mi vida, en el exilio de mi propia casa, que hoy es tuya y
sólo tuya, para que hagas con ella lo que más te plazca.
Pero hay una cosa que quiero
que sepas, te amé siempre. Arrancarte de mí fue la cosa más difícil que he
tenido que hacer en mi vida. Pero lo volvería a hacer por tu felicidad y por tu
estabilidad. Adiós hijo. No me odies demasiado»
Pedro subió las escaleras de
tres en tres, entró en la que había sido la habitación de su madre y abrió el
cajón.
Empezó a leer y leer papeles
e instancias médicas. Informes de ingresos en clínicas psiquiátricas. A partir
de la fecha de su nacimiento, su enfermedad de bipolaridad y neurosis de
despersonalización, fue en aumento. No respondía a los tratamientos orales, ni
a los intramusculares. Habían probado a introducir la medicación mediante las
pautas de electrochoque. A estas respondía, pero durante dos días era un
fantasma babeante, que caminaba arrastrando los pies, con los ojos perdidos en
la nada.
Era del todo imposible que
ella pudiera hacerse cargo de su hijo.
—Gracias mamá.—Fue todo lo
que alcanzó a decir Pedro.
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