DE LOS PIMIENTOS A INTERNET                                              MARTA CAPARRÓS

«La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer».  Bertol Brecht

Me apetecía con locura una cervecita aquel día de verano; el sol se había vuelto loco, es más, loquísimo, como aquel verano de 2018, que, según todos los meteorólogos de este sacro-santo país, había sido el más caluroso de los últimos cincuenta años. Y lo iba a ser sin parangón. ¡Ja! Si es que no se puede abrir nunca la boca para hacer semejante aseveración.

Bien sabía yo que la cerveza me iba a hacer sudar más, pero, aprovecharía para echar la primitiva y comprar también un décimo de lotería, me hacía rica, como todas las semanas.

Y con esta alegría semanal, el aire acondicionado del café-bar y una pequeña charla de todo y nada con la dueña se me iría calmando aquel calor impenitente que se entremezclaba con los sofocos menopáusicos que me ahogaban, hasta el punto de, prácticamente, imposibilitarme la respiración.

En la puerta del bar, la misma dueña, vendía en cestas de esparto: pimientos, tomates, higos, ciruelas, habichuelas, berenjenas, recién cogidos por el marido, de sus tierras y transportadas en las alforjas de la burra. Así, me apresuré a comprar un poco de todo. Había ido a la pescadería a por un par de doradas y apaño para hacer arroz de pescado. Un lugar de toda la vida, que remodelaban cada año. Parecía que no hubiese pasado el tiempo para el lugar. Pero tampoco para la dueña. Una mujer muy peluda, con un bigote más llamativo que el del marido. No recuerdo que jamás se lo haya depilado. Razón por la que los turistas no podían dejar de mirar aquel bigote que gritaba: «Miradme, miradme todos».

Al salir del bar, después de haber comprado frutas, verduras, me encaminé al horno, donde hacían el pan a mano, los cruasanes y las tortas de aceite. Compré una barra y una torta y, una vez comprobado que tenía todo lo que necesitaba, lo guardé en el coche y me fui a casa.

De acuerdo que sólo tenía que cruzar dos calles, todas encaladas de un blanco escrupuloso, y que al aire acondicionado del coche no le daba tiempo ni de ponerse en marcha, pero siempre era mejor que ir cargada bajo aquel sol injusto para cualquier ser humano. O para hablar en abstracto, para cualquier ser. 

Aquella tarde me iba a la playa, ¡oh, sí! No sabía si mi Mediterráneo me llamaba a mí o yo a él, pero que yo me iba a remojar el trasero, era claro, cristalino.

Me preparé una dorada al horno con hierbas varias y una escalivada para poner al día siguiente en la ensalada. Bien fresca.

Cuando el sol bajó un poco, agarré el coche, pensando en tantas cosas que haría si la suerte se cebaba conmigo con la lotería o la primitiva o con ambas. Total, soñar es gratis. Cuando iba a pasar el cruce del pueblo, tuve que dar un buen frenazo. ¡Madre mía! ¡Qué susto! Hoy Gumersindo, uno de mis vecinos, había ido a recoger a sus cabras al secarral,  antes de su hora habitual,y con su despiste diario. Me saludó y le devolví el saludo, en tanto que, por lo bajini, me acordaba de toda su familia.

Cuando llegué a la playa y aparqué, aún me acordaba de Gumersindo y su parentela. Pero en cuanto me metí en el agua y comencé a nadar sólo podía pensar en la caricia del agua en mi cuerpo. No hay sensación más agradable. Ni sensación más desagradable que ver a todos los viejos apoyados en la barandilla del malecón para mirar todas las tetas que sus vistas miopes alcanzan. Pero si les hace ilusión, no seré yo quien me tape. Si son tan viejos que sólo se les levanta en la bañera. Y tampoco es que se les levante, es que les flota. Estoy segura.

Decidí, mientras me secaba al resol, que esta tarde quizá fuera al cine que aún remoloneaba en el pueblo.

 Por la mañana habían cambiado la cartelera. Y de forma inaudita, habían pasado de Lo que el viento se llevó a Uno de los nuestros, menudo salto generacional. Aunque la había visto tantas veces que me sabía los diálogos, era todo un acontecimiento y no me lo iba a perder.

Después de una ducha, y de arreglarme con unos tejanos cortos, una camiseta de tirantes y un pequeño bolso de rafia, me fui para el cine.

Pero, cuando escuché a la señora Segismunda anunciando la película con su pequeño organito, ¡una mierda! ya me olí de lo que lo que se iba a tratar el asunto. ¡La señora Segismunda, la señora censora, que ayudaba al sacristán a tener la iglesia limpia!

Ni me iba a mover de casa, o saldría en el telediario por ir tan corta y descotada. Y si no salía en el telediario, saldría en el sermón del domingo, por ser una descarada provocadora. 

Me iba a mi casa. Vería la película. Sin censura, mientras escuchaba el organito de Segismunda.

Después, miré por internet cómo demonios se preparaba un daiquiri de cava hasta caer borracha en mi cama. Con las puertas cerradas y mi aire acondicionado. ¡Y para dar por el culo a los viejos del pueblo cantaré la Parrala, que se jodan!

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