DE LA COBARDIA Y LA MALDAD
(Marta Caparrós T)

¿Cómo le podía haber pasado eso a ella? Jamás había llegado tarde, ni un solo día. Siempre tenía todo preparado cuando había reuniones, y si le pedían cualquier cosa, ella corría presta a por lo que fuera que le hubieran pedido.
Llevaba un año y medio trabajando allí, y los altos cargos de la empresa no habían encontrado la manera de despedirla. Se distraía con facilidad, entregaba informes erróneos. Habían llegado al punto de dárselos por escrito, y aun así los presentaba mal tecleados. Mezclaba las fotocopias. ¡Era un auténtico desastre! Pero era una chica dulce, un poco timorata. Eso era lo que los había retenido. Aun así ya no podían mantenerla en su puesto ni en ningún otro. Aquello era una empresa, no una ONG.
Exactamente lo mismo había pasado con Antonio Cordón. Podían cogerse de la mano y en un día echar a perder la empresa.
—Hola Ada—le dijo Antonio, con cara de circunstancias, al encontrarse en la calle.
—Hola Antonio, ¿qué haces aquí? Deberías estar trabajando—habló Ada con voz triste.
—Imposible, me han despedido. Recorte de personal— siguió Antonio cariacontecido.
—A mí me han dicho exactamente lo mismo. Pero siendo así, deberían haber despedido a mucha más gente, ¿no crees?—le preguntó Ada abriendo mucho los ojos.
—Igual lo hacen a goteo. Bueno Ada. Yo tengo que irme. Tengo curro de camarero en el bar de mi hermano. Ya sabes, a rey muerto…
—¡Qué suerte tienes! A ver qué encuentro yo ahora…
Ada iba caminando hacia su casa cada vez más deprisa, y respirando tan rápido, que si continuaba así iba a acabar hiperventilando. A ver qué le diría Andrés por quedarse sin trabajo. Porque hasta que encontrara uno nuevo, le tocaría a él hacerse cargo de todos los pagos.
Mientras subía las escaleras, las piernas le temblaban más y más «si serás tonta, no pasa nada». «Si te han echado por recorte de personal, tú no tienes la culpa», se decía para sí misma.
Abrió la puerta, y Andrés ya estaba allí. Empezó a temblar. Ella sabía lo que iba a pasar. Lo sabía. Como lo sabían los vecinos, como lo sabían todos.
—Vaya, ¡qué bien! Hoy mi niña ha llegado a casa temprano. Anda, ya que estás ahí, tráeme otra cerveza y una bolsa de patatas, que hoy echan fútbol.
Ada obedeció y luego le dijo:
—Andrés, ¿puedes sentarte un momentito? Necesito hablar contigo.
Andrés se la quedó mirando por unos instantes con el ceño fruncido, luego se sentó, y soltó muy enfadado:
—¿No estarás preñada Ada? Ya te advertí que yo no quiero churumbeles, todavía no. Si te has quedado preñada, busca dónde abortar, porque en mi casa no entras con barriga. Así de clarito te lo digo.
—No Andrés, no estoy embarazada—el suspiro que dejó ir Andrés fue tan fuerte que casi mueve los cimientos del edificio.
—Me he quedado sin trabajo. Me han despedido. Ahora me pondré a buscar otro trabajo.
—¿Tan tonta eres que no sabes mantener un trabajo? Cada vez estamos igual. Eres una gilipollas, siempre acabo manteniéndote. Inútil. Más que inútil.
De repente un golpe en una mejilla le hizo girar la cabeza. ¡Dios!, ¿qué pasaba allí? El nunca le había puesto una mano encima. Cierto que de vez en cuando se enfadaba un poco y le gritaba, pero nunca le había pegado.
Ada perdió el equilibrio y cayó al suelo. Y Andrés encontró campo abonado para dar rienda suelta a su cobardía, a aprovecharse del miedo de Ada, para ensañarse con su poca hombría y comenzó a darle patadas en la cabeza, en el abdomen en los riñones. Luego sus puños estallaron en su cara. La tomó del pelo y le dio tantos golpes contra el suelo que llegó un momento en el que Ada sólo notó cómo su sangre salía de su cuerpo. Luego más patadas.
Cuando Andrés oyó el himno de la Champions, fue hasta el pasillo y vio que empezaba a jugar su equipo preferido.
—Cuando dejes de hacerte la quejica, me haces una tortilla de champiñones, que tengo hambre.
Y dándole la última patada en la cabeza se largó a la sala a ver el fútbol. Y Ada ahí se quedó, sin vida, con los ojos abiertos reflejando el pánico de sus últimos momentos


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