EL PELUCHE (Marta Caparrós T)
La mujer rondaba la
cincuentena. Vivía en un dúplex con su marido y su hijo. Aquella mañana salió
del portal, y le pareció ver la sombra de unas alas que se cernían sobre ella. Las
alas de un cuervo. Pero no podía ser. En esa zona no había esa clase de aves. Y
de haberlas, ella no creía que las hubiera en julio, a las tres de la tarde. No
obstante, aquella imagen la hizo retrotraerse durante unos minutos a su
infancia, cuando, sentada en el sofá, en casa de sus abuelos, veía los dibujos
de las urracas parlanchinas. Se reía. Era feliz. Era una niña.
Había decidido cortarse el
pelo, no demasiado, y teñírselo de un tono blanco perla.
Antes de salir había tenido mucho
cuidado al pintarse. Un maquillaje muy suave. Si nunca antes le había dedicado
tiempo, no lo iba a hacer ahora.
Cuando regresó de la
peluquería, se quedó detenida en mitad del salón. Con paso lento, se dirigió al
sofá y agarró el peluche que habían dejado allí. Lo olió. Conservaba una mezcla
entre suavizante y el aroma de su hijo. No pudo evitar que las lágrimas le mojaran
las mejillas.
Los siguientes pasos la condujeron
al armario de su dormitorio. Al fondo de la estantería de las sábanas, encontró
lo que había escondido tiempo atrás: una funda de gafas.
Con el peluche y la funda en
la mano, bajó a la cocina y se llenó un vaso de agua. Abrió la funda, y fueron
cayendo pastillas de una clase, y de otra, y de otra; todas ellas recetadas
para la depresión profunda que llevaba padeciendo desde hacía cuatro años, y a
la que le había puesto tesón, valentía, psicoterapia y fármacos sin conseguir
nada. Ya estaba cansada. Ni siquiera el amor imponderable que sentía hacia su
hijo la animaba a seguir adelante. Realmente ya no sabía si no quería, si no
podía o si era una mezcla de las dos cosas. Estaba presa de su propia cabeza.
Empezó a tomar una pastilla,
luego otra, luego otra, luego un puñadito, luego otro, para evitar las ganas de
vomitar; así, hasta que no quedó ninguna.
Luego fue hasta el sofá, se
quitó los zapatos y siguió oliendo el peluche. Sólo supo, o notó, que estaba
suspendida en la nada. Oscuridad, tranquilidad, paz.
Y, de repente, voces que le
traspasaban los tímpanos, un corazón del que notaba su palpitar y un aire
molesto que le entraba por la nariz. Alguien que le abría los párpados y le
dañaba las pupilas con una linterna. Oyó cómo alguien gritaba: «¡Rápido,
rápido, que la perdemos!».
Ella no sabía de quién
hablaban. Le parecía que le pinchaban mil cosas.
—¡Yo no quería esto! ¡Yo no
quería esto! ¡Dejadme donde estaba! ¡Yo no quería esto!
Nadie le respondió.
Probablemente porque ella no había articulado ni una palabra.
Y, de repente, un sueño
poderoso. Amable. Las alas del cuervo la envolvieron como si de un bebé se
tratara. La acunaron. Se llevaron con ella su esencia. Lo que la había hecho
ser quién era y no otra. Y dejaron allí tan sólo pura biología.
Los médicos tuvieron que dar
a la familia aquella información, que tantas veces daban, pero que no por eso se hacía más fácil:
—Hemos hecho cuanto hemos
podido, pero el nivel de toxicidad en sangre era muy alto. Aparte de todo ello, tenía comprometida la función eléctrica del corazón. Por mucho que hemos
tratado de reanimarla, mediante el lavado gástrico y la hemodiálisis, ya hacía demasiado
tiempo de la ingesta. Ha sufrido una parada multiorgánica y ha sido demasiado
tarde para poder ayudarla.
Su madre y su esposo
lloraban.
—Nos había dicho que algún
día lo haría —se lamentó él—. Y al final, como siempre, ha vuelto a ser su
voluntad. No ha pensado en nuestro hijo.
—Sólo puedo decirle una cosa
—dijo uno de los médicos, mostrando algo en su mano—. A pesar de todo, nunca
soltó esto.
Y allí estaba el peluche.
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