SIN SOLUCIÓN DE CONTINUIDAD                                                          MARTA CAPARRÓS

 

PARA LA SUEGRA GALLINA CLUECA

 

Y así era como se encontraba Anna, sola y enfadada. Muy enfada, para enfatizar. Había dejado su Catalunya natal, para ir a vivir con su marido, hacía tan sólo unos meses, a aquel bello paraje asturiano. Un valle, todo verde, donde las vacas y sus terneros, podían pacer tranquilamente, al refugio de coches, ruidos, protegidos por montañas de árboles de coníferas y de manera predominante, castaños. La vegetación húmeda del lugar liberaba un aroma en el valle más agradable y placentero que el olor de cualquier perfume con fragancia de lavanda, madreselva o espliego. Pero ese lugar no era un pueblo, era una aldea con las casas repartidas a lo largo y ancho del valle que quedaba dividido por un río, que, durante la primavera, eran muchas las oraciones y corazones encogidos, que llevaba en sus aguas, para que no se desbordara durante el deshielo y las lluvias propias de esa estación.

La relación con Diego había sido un auténtico flechazo. De esos que casi todas las personas dicen que no existen. Pues resultó que sí. La atracción fue mutua. Desde entonces no se habían separado. Aun cuando ella tenía que finalizar su contrato como traductora y él tenía que trabajar en aquel villorrio ocupándose de su propio ganado y del de su madre, en el que trabajaban, también, sus hermanos. El mayor, le ponía empeño, pero sólo funcionaba a base de que le dijeran lo que tenía que hacer. El pequeño era una suerte de gandul pero que siempre estar ocupadísimo. Pero el problema es que ella tenía una suegra, pero no una suegra, sino LA SUEGRA tocacojones, que dan ganas de pegarle tres tiros y tirar su cuerpo al monte para que los jabalíes den buena cuenta de ella.

Ni siquiera fue al casamiento de su hijo. Estaba muy lejos. Es lo que tiene Barcelona. Para llegar desde Gijón, hay que coger dos transbordadores espaciales, y esperar en Marte el cohete exprés directo a Barcelona. Eso, más todo lo que le había ido explicando Diego sobre la bruja —que lo mejor para él hubiera sido casarse con una asturianita, a la que ella ya le había echado el ojo para su hijo—, había ayudado a Anna a hacerse una idea de la mala leche que se gastaba la vieja. Pues se equivocó la gallina clueca. Diego estaba enamorado de ella. Y de su mano y savoir faire corría que sus ojos y su mente no se desviasen del camino divino. O sea, ella.

Suegra y nuera se conocieron el día que la pareja llegó a su casa a instalarse definitivamente. La mujer había insistido hasta el cansancio que vivieran en la casa grande —para ser claros, en su casa, junto con los hermanos de Diego, sobrinos y ella, que a saber qué tipo de insidias rezumaría—.

Como cada hermano había recibido de la herencia de su padre un lote de tierra para edificar, el marido de Anna decidió construir una casa. Y como para aquel entonces ya se conocían lo hicieron a medias, pero, una vez asesorada por los inviernos crudos que se paseaban por aquellos lares, la distribución, el diseño en general, incluidos muebles, cortinas y lugar de cada cosa fue elegido por ella. A Diego todo le parecía que quedaba bonito, pues lo de la distribución y decoración de una casa no era su fuerte.

Nada más llegar, Concha, la súper suegra metomentodo, les hizo pasar a la casa grande para tomar alguna cosa, desde una infusión a un café. Esperaba allí también una «amiga de la familia» llamada Isabel, que en seguida fue en busca del novio:

—Te has casado con una mujer hermosa. Te felicito por tu buen gusto. Ahora sólo falta saber si vale.

Anna se quedó pasmada, preguntándose si valía y para qué se suponía tenía que valer. Porque si era en la cama, ya se lo había demostrado y muchas veces, por cierto. Y nunca se había quejado. ¿A qué se referirían estas hienas? Miró a Diego, pero éste le hizo un gesto de que él tampoco tenía ni idea de a qué se referían.

En un momento, tenía a la tal Isabel encima, tocándole la barriga y la parte de los ovarios.

—Diego, hijo. Esta mujer es muy fértil y fuerte. ¡Te dará hijos sanos!,— Diego ya se dirigía hacia mí, porque veía que la hostia le iba a caer ya, no tendría que esperar a la misa dominical.

—Madre, nos vamos a casa. Si pretendías darle un susto con estas tonterías, lo único que has conseguido es que piense que estás de atar. Que estáis de atar las dos. Y ahora nos vamos a casa. Estamos cansados. Tomaremos una ducha y a dormir.

Anna todavía estaba bajo los efectos de aquellas dos taradas que ahora tomaban café con bizcochos. Balanceó muy seriamente si hacerles una traqueotomía con las tijeras de cortarse las uñas de los dedos de los pies o dejarlas vivas. Optó, muy a su pesar, por la segunda opción.

Apenas habían pasado dos meses, cuando los dos se despertaron a las cinco de la mañana, hora de poner de comer a las vacas y a los terneros. Anna necesitaba la cafeína pero Diego le tironeó del tirante de la camisa de dormir hasta ponerla encima suyo. De eso siempre tenía más ganas que de cualquier cosa.

—Iremos tarde todo el día—. Anna le guiñó un ojo, se sacó la camisa de dormir por la cabeza y se lanzó a besar sus gruesos labios y libar el maná de su boca.

—Pues iremos tarde. Porque ahora estoy justo en el sitio al que pertenezco, contigo—. Sus manos se posaron ligeramente en su cabello. El reflejo de sus manos en el pelo ensortijado de su esposa reflejaba dulces sombras chinescas en la semi-oscuridad de la habitación.

Estaban tan concentrados el uno en el otro, que no oyeron el ruido de llaves abriendo la puerta de entrada, ni los pies que subían las escaleras.

Ambos, desnudos, se habían dejado llevar por la pasión. Y sólo alcanzaban a escuchar los gemidos de deseo que proferían.

Como si la nada les hablara, escucharon:

—¡Virgen Santísima de los Desamparados! ¿Acaso no tenéis toda la noche para vuestras asquerosidades?

Anna se encogió tanto como pudo y se tapó con la sábana hasta la cabeza. El corazón le latía tan fuerte que temió que de abrir la boca tendría que lanzarse a recogerlo.

Diego se levantó desnudo y le dijo:

—Dame ese llavero, ¡ya! Y cuando quieras entrar, llamas a la puerta, ¡Como todos! Se te olvida que ésta es nuestra casa, no la tuya. Márchate ya, que no hemos acabado.

Su madre se apresuró hacia la puerta muerta de vergüenza, por primera vez en su vida.

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