LA MUJER BAJO LA LLUVIA

  Marta Caparrós. Junio 2020

Esa mañana el cielo había amanecido cárdeno, dejando caer una lluvia que se licuaba aún más con mis lágrimas, cristales que se clavaban en mi alma y en mi corazón. Pero éste no se desangraba, quizá porque ya había llorado tanta sangre…

Las percusiones continuas de su bombear me aturdían los oídos, las sienes y agitaban mi respiración.

La ropa pegada a mi cuerpo,, ya no me pesaba; mi cara, escupiendo agua y lágrimas, no era una molestia. Algún rizo de mi cabello, antipático al agua, se había levantado, haciéndome parecer a Medusa. El dolor tan grande, la congoja, el desconsuelo, incluso la ira, sí ,la ira, llevaban mis pies hacia casa, desde la salida de aquel edificio. Parecía que el hormigón del que estaba construido, se unía aquella mañana al color grisáceo del cielo, llorando quedamente, por todo lo que acontecía en su interior..

Ahora me tocaba lidiar con aquella situación de soledad, que se agigantaba hasta convertirse en una roca que me aplastaba..

Todo  había cambiado. El COVID-19 había contagiado a muchos, otros se habían salvado, otros habían muerto, como mi Bárbara. Ella sola, en una habitación donde no pude entrar ni a darle la mano, ni a besar sus labios en ese tránsito para que no estuviera rodeada de sólo un par de desconocidas vestidas como astronautas. Ni siquiera pude acercarme al cristal de aislamiento. Hablé con ella a través de un teléfono y la vi morir, impotente. ¡Maldita fuera, no poder romper ese vidrio y marcharme con ella! ¡Con mi amor! Ahora, ni Dios sabía cuándo podrían darme sus cenizas. En el supuesto caso en el que lo fueran. Daba lo mismo. Era Bárbara la que me importaba, y ella ya no existía.

Pude ver cómo la gente más mayor encontraba refugio bajo los soportales como si allí mismo hubieran hallado el maná de los dioses. O alguien hubiera cubierto aquellos lugares con celosías para que el agua no pudiera entrar.

Bárbara… tan llena de vida, rebosante de vida, de alegría, felicidad. Nuestras familias nos habían repudiado como si ser lesbianas fuera contagioso, más bien era por la estrechez cerebral, y la estupidez. Al principio aquello nos hizo sufrir, tanto que incluso pensamos en la gran idiotez de romper nuestra relación. Pero el sentido común nos hizo ver que no sucumbiríamos a una estulticia tan inmunda. Si su mezquindad era tan profunda que supuraban veneno, mejor que no se mordieran la lengua. Cuando, abrazadas, después de habernos amado, se nos ocurría empezar a contarnos alguna historia divertida, actuábamos fingiendo cómo se pondrían ambas familias de cianóticas al morderse esas asquerosas lenguas. Nos reíamos, a veces hasta el paroxismo. Hasta que esa excitación se nos pasaba y se abría paso otra muy distinta para volvernos a amar. Para demostrar aquel amor sano, que había echado raíces, no sólo en nuestro corazón, también en nuestros cuerpos.

Era de tontos ver cómo, si alguna vez habíamos coincidido en una gran superficie comprando, pasaban delante de nosotras con la espalda tan recta que nos reíamos porque parecía que hubieran salido de una sala de tortura. Estupidez supina. Ignorancia superlativa. Cómo dice la canción […más que náusea, dan tristeza/ no rozaron ni un instante: La Belleza…].

Los vecinos hablaban con nosotras tranquilamente, y ellos…¡Bah, para qué desgastarse!

Pero ahora Bárbara ya no estaba. Ese dolor se me había aposentado como si mis nervios se hubieran convertido en una maraña solidificada en el estómago y no me dejase respirar. También una especie de pánico vertiginoso  se había alojado en mi garganta, que me obligaba a lanzar profundos y lastimeros suspiros: Bárbara, Bárbara… Había sido todo tan rápido. Ni ella ni yo habíamos tiempo de asumir qué diablos estaba pasando. Mierda de virus. Con la dichosa cuarentena, pasé unas semanas de locura lavando, y vuelta a lavar, desinfectando y pasando un agente antimicrobiano por toda la casa. Se podían comer sopas en el suelo de mi casa. Quizá si hubiera hecho eso, desde el primer momento, quizá si aquel agente antimicrobiano, más desinfectante que la lejía, quizás si se lo hubiese puesto a la ropa, mi Bárbara estaría conmigo. No, en el fondo sabía que no. Pero de alguna manera tenía que castigarme. Mis pasos se oían por la casa. Me duchaba sola, pero aún cuando la ropa había pasado por todo el proceso de desinfección, las toallas olían a ella´Lo miso ocurría con las sábanas. Preparaba sus comidas favoritas, aunque las más de las veces acababan en aquella bolsa gris, que por la noche tiraba en aquella inmensa boca tragabasuras.

También pasé por una fase de ira contra la familia de Bárbara. No dejaba de ser maldita y fieramente asqueroso, que, ante el acontecimiento del arrebatamiento final y brutal de mi amor, nadie de los que algún día fueron “amorosos” familiares hubiera, ni siquiera, preguntado por ella. De mi familia, para qué hablar. Si había algo que tenían en común era que cuando “sus niñas” vivían en sus casas, tenían una parte sustancial de sus sueldos. Ahora no tenían nada. Estábamos casadas. Y nada más casarnos, ya hicimos nuestro testamento. Así que eran como el musgo que va creciendo en una casa de piedra abandonada. Inútiles.

 Fue un día en el que volviendo a arreglar armarios lo vi. ¡Pero qué tonta! El mismo dolor me había dejarlo verlo, pero no observarlo. Ahora estaba más tranquila, agarré la carpeta del color de la sangre en la que habíamos guardado nuestra, por desgracia, última ilusión. Sólo una grúa de mil kilos podría arrancármela de mi mano muerta.

Teníamos todas las pruebas realizadas para tener un hijo. Habíamos elegido ya al donante de semen. Serían mis óvulos los que se fecundarían con ese semen, puesto que la maldita naturaleza tampoco le había permitido a Bárbara el regalo de ser madre. Pero si yo lo era, ella también.

Aquello redujo considerablemente la maraña de ansiedad, de angustia,que ya había echado raíces en mi estómago, y me llenó de luz.

Ahora sabía que este dolor aún desgarrador se convertiría en nostalgia, serenidad. Nuestros hijos siempre sabrían que eran dos sus madres, que una había fallecido amándolos incondicionalmente. Como sólo lo puede hacer una madre. Como sólo lo puede hacer mi Bárbara; mientras las olas del mar mueren en la orilla. Justo donde nuestros hijos jugarán a hacer castillos de arena, y yo, entre uno y otro, haga castillos en el aire donde alcance a ver a mi reina entre visillos.

Comentarios

Entradas populares de este blog